Todo comenzó un domingo
de verano. Era medio día. Comí y subí a la parte alta de la casa en que vivía,
donde todavía vivo con mi familia, buscando en una habitación cumplir con la
sana costumbre española de dormir la siesta. Fue inútil. El insoportable calor
que allí, en la parte alta de la casa, hacía me lo impidió. Tras un tiempo
intentando caer en el pozo del sueño, desistí y bajé al sótano, que todavía hoy
pervive en la casa, buscando el frescor que estaba seguro de encontrar allí.
Tampoco conseguí dormir, pero como allí la estancia era agradable, aproveché la
larga tarde para ordenar alguno de los cajones en los que se habían ido
acumulando, a lo largo de los años, los objetos que se consideraban inútiles.
En aquel almacén de objetos
desechados, había de todo, tanto, que se podía
montar un museo familiar. Había viejas fotografías de mis años mozos. Y
entre ellas, una llamó poderosamente mi atención. La fotografía mostraba,
sentados sobre el capó de un camión, un grupo de jóvenes. (Algunos de ellos ya
fallecidos) Allí estaba yo sujetando con mis brazos a un niño pequeño, y otros
dos estaban de pie en el suelo. Al dorso de aquella vieja, pero bien conservada
fotografía, una inscripción: “Navalón. 6 de Mayo de 1956.” Junto a ella, un
lápiz color madera.
Con el paso de los tiempos, el
poso del reencuentro con aquella vieja fotografía, fue configurando en mi
interior una imagen con tres dimensiones: En un primer lugar la fotografía,
luego los recuerdos que de ella se desprendían, y por último el viejo lápiz.
Ello me invitaba a plasmar en un relato, para poner un poco de orden…
José Marín Tortosa