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13 de octubre de 2012

Zapatero Remendón


Tenía en su garganta un jilguero, y la maestría de sus manos convertía su oficio en arte. Para cantar, a falta de buena guitarra, se acompañaba con el sonido del martillo al golpear sobre las suelas por remendar. Se puede decir, sin faltar a la verdad, que Rafael aupó la autoestima de los zapateros remendones hasta cotas nunca alcanzadas hasta entonces. El tal oficio de zapatero remendón, socialmente, estaba reservado, y bien visto, para hombres con algún tipo de minusvalía física, y que pertenecieran a la clase social más marginal. Rafael, a parte de su falta física, tenía una manifiesta cojera, era un hombre atractivo, con una presencia de caballero decimonónico. Aseado y pulcro en su vestimenta, aunque fuese ésta la de trabajo, siempre se le podía encontrar en perfecto estado de revista.

  
A Rafael nunca se le oyó menospreciar a su oficio, ni renegar de él. A lo más que llegaba a pensar, nunca a expresar en voz alta, es que un nombre como el suyo, Rafael, le vendría mejor a un cantaor de flamenco o a un torero, que a un zapatero remendón. Pero nunca que pensaba así, lo hacía como menosprecio de su oficio, sino como una oculta querencia a los otros dos. Aunque no lo confesase, a él le hubiera gustado ser cantaor de flamenco o torero, o las dos cosas a la vez de ser posible aquello.

Así inicia Emilio Marín su relato mensual, bajo la rúbrica geneérica de Historias Modestas