Tenía en su
garganta un jilguero, y la maestría de sus manos convertía su oficio en arte.
Para cantar, a falta de buena guitarra, se acompañaba con el sonido del
martillo al golpear sobre las suelas por remendar. Se puede decir, sin faltar a
la verdad, que Rafael aupó la autoestima de los zapateros remendones hasta
cotas nunca alcanzadas hasta entonces. El tal oficio de zapatero remendón,
socialmente, estaba reservado, y bien visto, para hombres con algún tipo de
minusvalía física, y que pertenecieran a la clase social más marginal. Rafael,
a parte de su falta física, tenía una manifiesta cojera, era un hombre
atractivo, con una presencia de caballero decimonónico. Aseado y pulcro en su
vestimenta, aunque fuese ésta la de trabajo, siempre se le podía encontrar en
perfecto estado de revista.
A Rafael
nunca se le oyó menospreciar a su oficio, ni renegar de él. A lo más que
llegaba a pensar, nunca a expresar en voz alta, es que un nombre como el suyo,
Rafael, le vendría mejor a un cantaor de flamenco o a un torero, que a un
zapatero remendón. Pero nunca que pensaba así, lo hacía como menosprecio de su
oficio, sino como una oculta querencia a los otros dos. Aunque no lo confesase,
a él le hubiera gustado ser cantaor de flamenco o torero, o las dos cosas a la
vez de ser posible aquello.
Así inicia Emilio Marín su relato mensual, bajo la rúbrica geneérica de Historias Modestas