Cosas del campo, amigo Columela!... ¿Sabes? En mis días
juveniles solían despertarme al amanecer el rodar de los carros y el amblar de
las caballerías que salían para el tajo.
En el huerto de los
frailes –recuerdo– cantaba entonces un
ruiseñor, que ya no ha vuelto a cantar…, y callaba cuando sentía acercarse el
son de coco hueco de los cascos.
Por su peculiar andadura, yo podía a la sazón distinguir
desde la cama, valiéndome del oído, a cualquier especie de solípedo: macho,
haca, burro…, dejando en el aire de la calle –¿quién habló de igualdad?– un eco
discriminatorio. Y a veces, podía yo, incluso, adivinar sin error, a cuál amo
pertenecían.
No es tierra de caballos nuestra tierra. A lo sumo se ha
visto por acá algún caballo de prócer, de sangre bastarda (la del caballo, por
supuesto), de manera que, más devotamente que al caballo de Clavijo, adora el
enguerino al manso asnillo de la Huída a Egipto, y al mulo de los santos
predicadores de otros tiempos.
Por lo que a mí respecta, es evidente que heredé de mis
ancestros manchegos…
* * *
Con estos párrafos iniciaba
Emilio Granero, en julio de 1.968, un precioso artículo del que se hizo eco la Revista Enguera de ese mismo año.
Hoy lo hemos querido traer al
blog para que disfruten de una literatura suelta y expresiva, a la vez que
intimista, de quien fuera uno de los máximos exponentes enguerinos en la literatura
nacional del siglo pasado.
Con
nuestra mayor veneración a este trabajo de recuerdos juveniles del autor.
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