Él era el que más madrugaba de todos. Ya fuese laborable,
domingo o fiesta de guardar, él, bien de mañana, todavía no se habían apagado
los faroles, enfilaba la empinada cuesta de la calle, que nace a la misma
puerta de su casa, y que le lleva hasta la Plaza de la Iglesia. Tiene que abrir las puertas
del Templo. Él era el encargado de hacerlo, y no quería retardarse en
aquella operación no fuese que en
alguna inclemente madrugada de invierno, una de las beatas, de las que hacían
cola en la puerta, se quedase tiesa de frío…
Al llegar a la puerta de
la Iglesia,
una larga cola de parroquianos ya le esperaba allí. Saca la llave, que siempre
lleva colgada del cinturón del pantalón, y con la severidad de un oficiante,
abre la puerta. Ya dentro, guiado por la tenue luz de las aceiteras que los
devotos mantenían encendidas día y noche, se dirige hacia la Sacristía. Detrás
de él, y en procesión, van entrando beatas y beatos que se dirigen a colocarse
de rodillas ante el confesionario… Los pecados de aquella gente deberían ser
muy graves para madrugar tanto, aunque el Sacristán, ante la bufa
representación de prisas y peleas de cada mañana, sonríe. ¿Qué secretos pecados
tenía aquella gente de vida oscura sin voluntad ni capacidad para matar una
mosca? ¡Los verdaderos pecadores no madrugan tanto!
Ser Sacristán de un Iglesia Parroquial tan
importante, no era cualquier cosa. ¿Quién si no se ocupaba de que todo saliera
bien en todos aquellos oficios a los que con tan fingida devoción acudían
quienes tanto le criticaban? ¡El Sacristán! ¿Quién vigilaba la limpieza? ¿Quién
ordenaba los toques de campana? ¿Quién conseguía que las procesiones salieran a
la hora fijada? ¿Quién estaba atento a que no faltase el vino de celebrar? ¡El
Sacristán! ¡El! ¡Juan! ¿Quién hacía de apuntador cuando, en una soñolienta
mañana, el Cura se equivocaba de hoja en el Misal? ¿Quién custodiaba las
donaciones en los Cepillos? ¡Una gran responsabilidad! ¿Quién…? Estas, y mil
preguntas más, hacía el Sacristán a un imaginario interlocutor para apoyar su
opinión de que lo de ser Sacristán no era cualquier cosa. No todos tenían la
suficiente preparación para llevar a cabo esa tarea. Un Sacristán es como el
Mayordomo de un Palacio Principesco. ¿Qué se habrán creído? Además, él, padecía
del pecho, y no le era fácil trabajar en otra cosa.
Esta era la vida que Juan llevaba desde hacía muchos años.
Emilio Marín Tortosa
En el blog De Parla enguerina nos hicimos eco del éxito de nuestra paisana y colaboradora Mª. Amparo Tortosa -a quien podremos escuchar en el Taller del día 22 en el Instituto de Enguera- con motivo de la publicación de su libro de poesías Resbalando en el vacío.
Al margen de congratularnos, hoy queremos hacernos eco de otras dos de sus presentaciones, que pueden verificar en los enlaces siguientes: