El sol irrumpe
en el valle, tras jugar al tobogán por el lomo de la sierra, despertando la
vida en los caseríos. El gallinero alborota con su kikirikí, en su cochinera
los cerdos gruñen su hambre, mientras las caballerías rebuznan su impaciencia,
y Miguel, el casero, sale a la pálida luz de la calle abrochando su bragueta
después de la obligada micción de la mañana bajo la higuera que delimita la
zona habitable de la masía. Inés, su mujer, carga con el capazo lleno de grano
para el averío. La jornada de trabajo en el campo comienza temprano.
Inés dará de
comer a los animales del corral, y luego despertará a sus hijos. Los más
pequeños quedarán en la casa a su cuidado, mientras el mayor ayudará a su padre
con el ganado. Hay muchas cabezas que cuidar en los pastos. La mies, segada,
espera la trilla en la era, y las cabras ramonearán los rastrojos y los campos
donde los frutales han sembrado el suelo con sus frutos más maduros. Blas, el
hijo mayor de la casa, de apenas diez años, sentado en lo alto de una roca,
vigila el ganado mientras repasa la lectura del libro que le sirve de
enciclopedia. Confía plenamente en su perro pastor, sabe bien cómo hacer su
trabajo.
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